12 de julio de 2008

Obsesión

El nuestro era un romance perfecto. Lástima que yo, agobiante incorregible, perseguidor deleznable, tuve que estropear la inmejorable conjunción que habíamos construido valiéndome para ello de mis empalagosas cartas. Fue a través de ellas que logré agotarla progresivamente. Cartas que por cierto, no hacían más que reafirmar lo feliz que me sentía cuando estaba a su lado. Sucede que como jamás fui capaz de reprimir o abreviar mis sentimientos, acabé abrumándola con una serie interminable de redundantes epístolas que ella leyó con mudo respeto, guardó con sincera alegría y comentó con escuetos halagos. Ante aquella aparente frialdad, noté que no era ella una mujer de escribir. Ni siquiera de decir. Lo suyo era hacer. Definitivamente era ella una mujer de acción....
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Sin embargo advertí que a mí, estúpido adiestrado ortodoxamente en esta sociedad de estúpidos, me estaba faltando algo. Y no me resultó difícil vislumbrar qué era. Lo que precisaba era su carta. Su prueba escrita y palpable de que verdaderamente me amaba. Tan sólo una. Una carta me era suficiente. Es más, media carilla me bastaba. Necesitaba ese documento que pudiera ser archivado; que me permitiera depositar sobre una base concreta las incertezas que continuamente acechan mi armonía. Tal vez mi corrosiva inseguridad se debía a la educación que había recibido en la infancia. Tal vez a algún perturbador recuerdo perdido en el culo del cerebro. No lo sé. Tampoco me importaba demasiado. Lo cierto es que con el tiempo devine en este maniático que soy. Un enfermo, esclavo de lo concreto; acérrimo amante de las firmas. Un tipo que debe obtener confirmaciones constantes para vivir tranquilo. Por esta debilidad y no por otra es que continué importunándola con mis frívolos ruegos. Procurando convencerla durante cada día de nuestra adhesiva relación, para que nos escribiera, a mi ego y a mí, unas bonitas palabras recordatorias.

Archivador de Amores (Extracto) - MIGUEL MARTÍNEZ

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